Una hermosa mañana de primavera, Clementina y Arturo, dos jóvenes y hermosas tortugas rubias, se conocieron al borde de un estanque.

Y aquella misma tarde decidieron casarse.

Clementina, alegre y despreocupada, hacía mil planes para su vida futura, mientras paseaban a la orilla del estanque y pescaban, de vez en cuando, un pececillo para la cena.

Clementina decía:

“Ya verás qué felices seremos: viajaremos y descubriremos otros estanques y otras tortugas. Encontraremos otras clases de peces, otras plantas y otras flores, a lo largo de los ríos. La vida será maravillosa.

Iremos incluso al extranjero... Mira, siempre he soñado con visitar Venecia...”

Y Arturo sonreía, aparentemente de acuerdo.

Pero los días pasaron, todos iguales, al borde del estanque. Arturo había decidido ir él solo a pescar, para que Clementina pudiera descansar. A la hora de la cena, llegaba cargado de renacuajos y caracoles, y le preguntaba a Clementina:

“¿Cómo estás, cariño? ¿Has pasado un buen día?”

Y ella suspiraba:

“Me he aburrido mucho, ¡todo el día sola y esperándote!”

“¿¿¿Te has aburrido???”, se indignaba Arturo, “¿Aburrido? Pues busca algo que hacer, el mundo está lleno de ocupaciones interesantes.
¡Sólo se aburren los tontos!”

Clementina se avergonzaba de ser tonta, pero se seguía aburriendo igual.

Un día, cuando volvió Arturo, Clementina le dijo:

“Me gustaría tener una flauta. Aprendería a tocarla y la música me distraería.
Incluso podría inventar bonitas canciones...”

A Arturo la idea le pareció absurda:

“¿Tú? ¿Tocar la flauta, tú? Estoy seguro de que ni siquiera conseguirías distinguir las notas.
Te conozco bien. Además, cantas fatal.”

Aquella misma noche, Arturo llegó con un bonito gramófono y con un disco, y lo ató a la casa de Clementina, mientras le decía:

“Bien, así no lo perderás... ¡Eres tan distraída!” Clementina le dio las gracias. Pero aquella noche le costó dormirse. Se preguntaba por qué tenía que cargar con aquel pesado gramófono en lugar de con una ligera flauta, y si era verdad que no habría podido aprender solfeo y que era tan distraída.

Después, un poco confusa, decidió que probablemente era así, puesto que Arturo, que era tan inteligente, lo decía. Y, con un suspiro resignado, se durmió.

Durante algún tiempo, Clementina escuchó el disco. Después se cansó.

El gramófono era, de todos modos, un objeto bonito, y se entretuvo limpiándolo y sacándole brillo. Pero, pasados unos días, volvió a aburrirse terriblemente.

Y un atardecer, mientras veían cómo se elevaba la luna sobre el mismo pequeño estanque de siempre, Clementina dijo:

“Sabes, Arturo, algunas veces veo unas flores muy bonitas y de colores tan extraños, que de dan ganas de llorar... Me gustaría tener una caja de pinturas y poder copiarlas.”

“¡Vaya idea ridícula!, respondió Arturo.
“¿Acaso te crees una artista? ¡Qué bobada!” Y reía, reía, reía...

Clementina pensó:

“Vaya, ya he vuelto a decir una tontería.

Tengo que ir con mucho cuidado, o Arturo se arrepentirá de tener una esposa tan estúpida.”

Y se esforzó en hablar lo menos posible.

Arturo se dio cuenta enseguida.

“Tengo una compañera realmente aburrida. No habla nunca, y, cuando habla, no dice más que tonterías”, pensó.

Pero se sentía un poco culpable y, a los pocos días, compareció con un gran paquete.

“Mira, he encontrado a Román, mi amigo pintor, y le he comprado un bonito cuadro para ti. Decías que te interesaba la pintura...Aquí está.
Átatelo bien, porque, con lo descuidada que eres, podrías perderlo. Y es caro”

La carga de Clementina aumentó poco a poco.

Un día se añadió un jarrón de Murano.

“¿No decías que te gustaba Venecia?
¡Pues aquí tienes, cristal veneciano!
Ten cuidado de que no se te caiga. ¡Eres tan torpe!”

Otro día, Arturo compareció con una colección de pipas austríacas, dentro de una vitrina.

Después fue una enciclopedia de doce volúmenes, que hizo suspirar a Clementina:

“¡Si por lo menos supiese leer!”

Llegó el momento en que hubo que añadir otro piso a la casa de Clementina:

Los objetos se amontonaban a decenas.

Clementina, con su casa de dos pisos a las espaldas, ya no podía moverse.

Arturo le llevaba la comida y esto le hacía sentirse importante. “¿Qué harías tú sin mí?”, le decía.

“Claro”, suspiraba Clementina. “¿Qué haría yo sin ti?”

Poco a poco, el segundo piso también estuvo lleno. Arturo encontró la solución:

Tres nuevos pisos se sumaron a los dos primeros.

La casa de Clementina era ya un rascacielos cuando, una mañana de primavera, decidió que aquello no podía seguir.

Se deslizó sobre las puntas de los dedos de los pies por la puerta de atrás y salió a dar un paseíto.

Fue maravilloso pero corto: Arturo vendría a comer y tendría que encontrarla en casa.

Como siempre.

Poco a poco, el paseíto se convirtió en una costumbre y Clementina estaba cada día más satisfecha de su nueva vida.

Arturo no sabía nada, pero sospechaba que ocurría algo.

“¿Por qué sonríes todo el rato?”, dijo. “¡Pareces tonta!”

Pero esta vez a Clementina no le preocupó en absoluto.

Ahora salía de casa en cuanto Arturo volvía la espalda.

Arturo la encontraba cada día más rara, y la casa más desordenada, pero Clementina era feliz y las regañinas habían dejado de importarle.

Y un día, Arturo encontró la casa vacía.

Se sintió sorprendido, indignado, despechado. Mucho más tarde, al contar su historia, les decía a sus amigos:

“¡Qué ingrata, la tal Clementina!
No le faltaba de nada, veinticinco pisos tenía su casa.
¡Veinticinco pisos! ¡Y llenos de tesoros...!”

Las tortugas viven muchísimos años. Seguramente Clementina sigue viajando por el mundo. Tal vez toque la flauta o pinte hermosos cuadros...

Si encuentras una tortuga sin casa, llámala:

¡Clementina! ¡Clementina!

Quizás te responda, pero no es seguro: muchas otras tortugas han seguido su ejemplo.


FIN



Cuento: “ARTURO Y CLEMENTINA” Autora: Adela Turín. Ilustración: Nella Bosnia. Editorial: Lumen. Colección: A favor de las niñas.

Visto y leído en: Cuentos coeducativos

Para verlo en formato de presentación [aquí]

Para leerlo en pdf [aquí]

Propuesta didáctica: Educación en valores [aquí]

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Ilustración: Daniel Caminos
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